Intro:
Desde que tristemente falleciera hace un par de meses, he estado desencapsulando mis experiencias junto a él y meditando a diario por que su alma trascienda y encuentre la luz eterna. En ese ejercicio, me vino a la memoria un acto heroico (o así lo consideraría un infante de doce años), que mi tío realizara el día de mi primera comunión; este relato tiene que ver con esa celebración obligatoria para los católicos en nuestro país, que tanto añoran los niños, cuando aún no la llevan a cabo, el hecho de tener contacto con Dios a través del pan y del vino eliminando el pecado original por completo, dándose en cuerpo y alma a Jesús, por un lado. Por el otro, al heroico acto de rescatar mi anillo de oro centellante de 24 kilates con el fierro o monograma de una F con una J, que me regalara mi padre con motivo de la ocasión.
Tuve mucho contacto con mi tío Pis, desde los 3 o 4, quizá desde antes, hasta que un día se rompió el encanto que existía entre nosotros provocado por mi exesposa*. Pero esa es otra historia, continuando con mi tío Chava alias, Pis, la relación entre nosotros fue bastante intensa y enriquecedora a lo largo de los años aunque podían pasar meses sin que supiéramos uno del otro. Aprendí mucho de él en cada una de los encuentros que tuvimos; también me viene a la memoria que frecuentamos más entre las familias en edad de adolescencia entre los primos, viajábamos juntos hasta hace unos cuantos años que él decidió retirarse y vivir en “santa paz”, serían sus propias palabras, en algún lugar de California. En mis primeras experiencias de vida, a los cuatro, fui su compañero de viaje cuando iba a visitar a su novia, quien después se convertiría en su querida esposa y madre de mis tres adorados primos. Siempre le gustaron los buenos autos, era frecuente que trajera algún Volvo (azul marino) o BMW beige, yo era feliz al subirme a ellos e irme a pasear con él; también le gustaban los buenos vinos, gastronomía en general y tuvo novias guapísimas, incluida mi tía. Siempre había alguien en casa de mi tía (tenía tres hermanos barones) que me entretuviera con algún juego, pero particularmente me atraían unos imanes que me prestaba Rudy, uno de sus hermanos con los cuales jugaba por horas atrayendo y retrayendo. jalando cosas de metal y retractándolas, probando con todo objeto que se pudiera, había tiempo para experiemtar a esa edad y dadas las circunstancias.
Antes hace un siglo, en las familias mexicanas, ningún niño nacido católico podía elegir si realizar ese acto de comunión con Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, era una obligación de un buen practicante, recibir los misterios de la iglesia con todas sus ilustraciones de la vida de Jesús. Y los niños siempre tenían esa curiosidad de convertirse en fieles, devotos y recibir su primera hostia consagrada. Era un paso más hacia el “crecimiento” empezando a hacer cosas mejores en todos los terrenos, casi adultos. O más cerca de serlo.
No está por demás mencionar que nuestro entrenamiento o adoctrinamiento (mío y de mi hermana), se llevó a cabo en la zona de San Ángel de la Ciudad de México. Fue dentro de un convento muy bonito donde las monjas nos dieron todos los elementos necesarios para realizar esta confirmación de los preceptos (que los niños deben aprender para ser buenos católicos), en sesiones de todo el día durante unas tres o cuatro exposiciones. Podría decirse que cumplimos con aprender todo lo que debíamos saber antes de la celebración. Los mandamientos, los sacramentos, obligaciones como cristianos y toda la metodología del evento que se llevaría a cabo posteriormente.
Continúa.