Más de Thanatos
Uno de mis lectores o seguidores me hizo reflexionar si en realidad en mi última narración de tanatología aquí en el sitio, terminaba mi paso por hospitales y riesgo a morir. Pensé en dejar incompleta la serie por dos motivos: el primero tiene que ver con el ego, nunca ha sido mi intensión victimizarme ni mucho menos, sería el fracaso de contar mis historias, la fama es una ilusión en el cielo que embriaga y nubla la vista. Pero existen un par de anécdotas que tendré que mencionar para cerrar el tema y así concluir mis aventuras. La segunda razón, porque aún no estaba satisfecho con el final y necesitaba un poco de aliento para seguir describiendo esos eventos.
Justo cumplía los tres años de casado, con mi hermosa hija ya en el planeta, para que de nueva cuenta, necesitara de mucha enjundia y buena disposición a los hechos que me acechaban con riesgo de muerte. Ya conté que debido a mi enfermedad juvenil debo mantenerme bajo supervisión médica, “controlado” en términos de salud que incluyen varios procedimientos, revisiones y análisis periódicos más uno que otro medicamento para nivelar, también visitas médicas continuas. A mis lectores no tengo que recordarles que desde siempre o nunca, me ha gustado el medicamento alopático, que muchas de mis historias son el resultado de esa rebeldía, también.
Mi empresa comercial dependía de clientes que tenían que ver con la publicidad, nosotros (me refiero a mi exmujer y yo) realizamos campañas completas de promoción para distintas empresas. Pero justo en esos momentos de bonanza, me sucede otro episodio de enfermedad que me hace perder mis cuentas una por una. Ella nada podía hacer porque nominalmente no estaba mencionada en el equipo de producción, ni de atención a clientes. Siendo extranjera, conocía la ciudad, pero no a detalle para movilizarse por toda la zona metropolitana.
Habían pasado dos meses más o menos que estábamos establecidos en la ciudad cuando comencé a padecer de dolores muy intensos de cabeza, el dolor no se podía localizar en alguna zona específica del cráneo. Yo pensaba que podría deberse a tensión o presión económica por lo que no juzgué conveniente comentarlo. Para disminuir el dolor me inyectaban en la mañana y en la noche, todos los días por órdenes de mi doctor, mi expareja tuvo que aprender a suministrar las inyecciones y por primera vez, le tocaba con mi cuerpo. Coincidió con una serie de alergias en nariz, boca, garganta, bronquios, que mi hija empezó a exhibir en el departamento de la Colonia Del Valle en la Ciudad de México. Uno de los alergólogos especialistas nos recomienda buscar otro domicilio de ser posible, en otra ciudad. Sabemos de los índices de contaminación que tiene la ciudad capital son bastante altos y que no es precisamente el aire que quisiéramos para nuestros hijos por su alto contenido en plomo, metales ligeros en general, bacterias y polvo de todo tipo. Pero en algún lado hay que sobrevivir.
Así llegó un momento que se volvió insoportable la sensación.
Mencioné arriba que era necesario realizar una consulta periódica con el especialista para regular la dosis médica, según mi situación, resultados de los estudios y evaluación. Lo hice cuando llevaba dos meses con un impresionante dolor de cabeza. Mi doctor-genio se estaba haciendo anciano y trabajaba casi permanentemente en su casa de Bosques de las Lomas para gente de mucho dinero, pero hasta su casa fuimos a verlo y asistí a consulta acompañado de mi exmujer donde me examina de pé a pá y no pudo determinar el origen de mi exagerada dolencia. Él suponía que podría ser fragilidad capilar y tensión debido a los antecedentes, pero no era el final. Me pide hacerme un estudio de resonancia magnética del cráneo y lo que contiene para saber cuál es el motivo del sufrimiento. Coincidía también, sin creer que es evidente la existencia de la sincronía, que mi tío el doctor primo hermano de mi padre fuera el director del hospital donde se tenía el aparato de la resonancia magnética.
Fue de esa manera que nos enteramos mi familia y el que suscribe, que hacía más de cuatro o cinco años que dicho animal alojado en el ventrículo del cerebro provocara esa tensión intracraneal que causaba los impasibles dolores dentro de mi cabeza. Un impresionante cisticerco del tamaño de un ajo macho que funcionaba como válvula dentro de mi cuerpo e impedía el libre flujo del líquido cefalorraquídeo. Para esos momentos mi vida era un caos, no podía trabajar, leer, ni mantener la atención duradera en ningún tema que se comentara.
Volvimos a recurrir al neurocirujano que había definido mi enfermedad vascular con claridad y síntomas propias de esa maldición. Al ver los resultados nos refirió con el neurocirujano de la clínica que al ver las imágenes no tuvo otra expresión que la de: “pues sí, lo tenemos que operar; y cuando más pronto mejor”.
Solicité una semana de gracia para “arreglar” mis pendientes en la familia y los trabajos. Durante ese lapso podría pensar mi lector que lo dediqué a sufrir y quejarme, pero no fue así. Decidí que prepararme para un viaje corto o largo era lo primordial. Hablé con mis clientes, me despedí de ellos, les expliqué que la gravedad de mi situación no podía detenerse ni un día más. Reconocieron ellos como yo, que podría no verlos de nuevo; hice mi testamento, bendije a mi hermosa hija de tres años con la esperanza de que la volviera abrazarla, me despedí de mi esposa, de mis padres, de mis amigos, de mis vecinos todos los que vivíamos en ese condominio sin saber lo que me esperaba.
Al siguiente lunes me ingresaron al hospital, tomaron signos vitales, cateterizaron, todo listo para el martes. Fue repentino mi despertar ese día de mi intervención, sentí que no había dormido lo suficiente y me encontraba un poco inquieto. Fue breve ese lapso, me suministraron un relajante muscular vía intravenosa, combinaron con un cocktail de anestesia epidural, de lo más molesto el procedimiento porque la aguja es larga y gruesa sobretodo al separar las vértebras para soltar el líquido. Casi dormido ya, fui llevado al quirófano donde me fijaron como un fardo, usando tela adhesiva en posición de sentado, de tal manera que la mesa de operaciones se levantaba y abría por la mitad longitudinalmente para poder sostener la cabeza, fijada con la cinta a las dos piezas de metal que la conformaban. Así fue mi intervención, en esa posición nada confortable; sin embargo, yo me encontraba muy lejos de la vigilia, solo en contadas ocasiones percibí las voces de los más de cinco doctores que integraban el equipo de cirujanos.
La operación duró más de nueve horas, comenzando con una pequeña sierra en forma circular que me quitaba parte del cráneo por donde se llevaría a cabo la cirugía en el hueso occipital no mayor a la redondez de una moneda de veinte centavos; para cuando terminaron de la intervención, mis hombros, cuello y espalda habían quedado totalmente engarrotados, contracturados, absolutamente tensos después de ese tiempo con esa posición; mis sensaciones eran de agotamiento, como de haber cargado muchos objetos pesados en extremo. La operación debió durar ese tiempo porque, según me cuentan algunos protagonistas, el bicho necesitaba estar prácticamente dormido o relajado para poder extirparlo. Algo que descubrí en este evento fue la conexión química que se establece dl intruso en todo el organismo; este animal se relacionaba con descargas que en todo el interior del cuerpo y que, de no haber esperado ese espacio de tiempo, pudiese provocar mi fallecimiento.
La primera imagen que logro captar después de estar en recuperación por más de dos horas semiconsciente, azotado por las dolencias en hombros, cuello y espalda fue la de mi querida madre. Abnegada esperando mi salida, preocupada por tanto tiempo de cirugía, por lo delicado de la situación en la que me encontraba. Me hace la primera pregunta: “¿Cómo te sientes?” a lo cual le respondiera desesperado que no estaba precisamente en un lecho de rosas de una manera poco cordial. Me arrepiento en este momento de la manera tan sorda y brusca que utilicé para referirme a ella y pido al universo me perdone por no entender que mi sufrimiento era de ella también.
Mi recuperación fue excesivamente lenta con el apoyo de un fisioterapeuta que cada tercer día estaba puntual en mi domicilio para las terapias, con electro-shocks, aceites relajantes, manos entrenadas para destender nervios y músculos. A partir de esa fecha pusimos en la mira salirnos de la capital, no era un entorno deseable para mi hija como tampoco para mi salud. Aún hoy permanecen mis hombros y cuello con movimiento limitado, nunca recuperaron su flexibilidad original porque cortaron el músculo que sostiene hombros y cuello. Le siguió un tratamiento con medicamento llamado prazicuantel descubierto por un mexicano en Los Ángeles, California para todo aquél latino que come sin higiene y se contamina. Se usa cuando el parásito está en la corteza cerebral, osificando al intruso para finalmente convertirlo en polvo, como complemento de la intervención porque pueden quedar rezagos de la enfermedad (en este caso, otros cuerpos extraños de la misma especie).
Mi vida continuó aún con más empatía, he resaltado el hecho que cuando se es sobreviviente de algún suceso sea natural o provocado, la vida adquiere una dimensión mucho más amplia. Lo que más me hacía feliz era observar a mi hija hacer lo que fuera, crecer; me convertí en un admirador de sus acciones. Ahora que es un ser brillante y que trabaja para una fundación caritativa, me hace sentir como pavorreal y orgulloso de poder ser un observador entusiasta de sus alcances y logros.