La lista sigue….
Siempre damos por hecho que la vida es continua y que no tiene saltos, como si fuera la onda de una ola que en su frecuencia entra a la playa, se detiene por un instante para continuar con la resaca. Pero no es así. La vida se corta y no continúa fluyendo como las expectativas de todos tenemos de ella.
Había llegado a los doce años de edad y eso no parecía significar límites de acción para mí. La inquietud me llevó a cometer travesuras y actos vandálicos dignos de cualquier terrorista; prenderle fuego al pasto seco en lotes baldíos alrededor de nuestras casas, fumar “Faritos” y “Delicados” a esa edad, amedrentar a la servidumbre con cohetes comprados en el pueblo contiguo a nuestro domicilio, salir con los amigos a romper vidrios entre otras maldades que inventamos, robar juguetitos del supermercado. Aunque también del lado positivo, alrededor de los fascinantes caballos desde que tuve razón, por las cualidades que mi padre alentaba y que demostré tener desde muy pequeño; disfruté mi propio caballo a los 5, un Pony llamado “El Capricho” alazán claro, que me quedaba a la medida. A los doce podía salir a montar cualquier caballo de la cuadra o de otras, amigos charros o caballistas, el Club de Polo se encontraba a unos quinientos metros de las caballerizas con unos campos fantásticos para ejercer este deporte de reyes. Rodeado de árboles milenarios y poca civilización.
Como de gente mayor, yo me había “prometido” el día de mi cumpleaños número doce, que no me volvería a equivocar al hablar, después de haber sido corregido por mis padres dentro del auto en algún trayecto de miles, haciendo un comentario erróneo. La vida me hizo comprobar que uno nunca puede estar seguro de que algo sucederá de acuerdo a nuestras expectativas. Resalto este ejemplo porque a la edad de catorce empecé a «fabricarme» una enfermedad inmunológica que casi me hace perder la vida, verdaderamente indeseable para cualquiera que se atreva a leerme.
De la nada comencé a sentirme mal, dolores en las articulaciones como si hubiera ejercitado al extremo, rodillas, brazos, piernas, manos, seguido de intensísimos dolores de cabeza sin que existiera un motivo aparente. Recuerdo a la perfección un día que mis padres decidieron llevarme al cine, una película de Peter Sellers muy simpática llamada “Hoffman, amor a la inglesa” de 1970, -que debo de ver nuevamente- y donde comencé con un dolor insoportable en el pecho. Inició suave y se fue intensificando hasta que fue imposible soportarlo; tuvieron que sacarme del cine y llevarme directo a la casa donde harían varias consultas telefónicas, para saber qué me había ocurrido. Ese dolor asfixiante cesó como alrededor de cuatro horas después de sufrirlo con algún medicamento que me indicaron, pero la razón de mi padecer no había quedado claro. De ahí en adelante mi madre, mi padre en otras ocasiones, hicieron penitencia y me llevaban con especialistas de todo tipo, pero lo mío era muy específico. No había diagnóstico, nunca lo hubo durante las fases más críticas de la enfermedad y los doctores simplemente se concretaban a decir que era una inflamación de los tejidos mielitis necrotizante aguda, fue el primer nombre que salió de un reconocido reumatólogo que nunca pudo dar un diagnóstico definido; las zonas afectadas y los síntomas eran demasiado amplios o multifactoriales. Sin saber de la gravedad seguí con mi vida normal hasta que sufrí la experiencia de haber perdido la posibilidad de mover la mitad parte de mi cuerpo en corte sagital dentro del salón de clase con el profesor de literatura en inglés, Héctor Marengo (rip). Fue el último día de escuela para mí en ese periodo; análisis de todo tipo y más estudios, hospitales, doctores internistas especialistas pasaron frente a mi cuerpo durante varios años; aún se mantiene latente la enfermedad, aunque de manera controlada. La parálisis facial pasó y no volvió a aparecer sino hasta dos años después, provocada intencionalmente por el inmunólogo. A través de respiraciones continuas y agitadas, entré de nuevo en ese estado de desorientación total perdiendo el control de mi cuerpo nuevamente.
Lo que se explicaba posteriormente, y fueron muchos años después, era que dicha enfermedad tenía la capacidad de manifestarse en cualquier parte del cuerpo y circunstancia, podía afectar sistemas completos u órganos vitales como el corazón, el cerebro, el hígado. Muy difícil de diagnosticar por la ciencia de aquella época, se convirtió en un verdadero suplicio para un adolescente de catorce o quince. Desafortunadamente en mi caso había llegado para afectarme el sistema circulatorio y posteriormente, el sistema nervioso, aunque mis protectores se han encargado de que no tuve secuelas en el rostro ni en mis extremidades. ®
Continúa.