Continúa.
Continuando con los sucesos de la enfermedad que me diagnosticaron a mis escasos quince, tuve que pasar más de dos años en reclusión después de haber ingresado al hospital en dos ocasiones. Podrás imaginar, querido lector, el shock para un adolescente de esa edad al verse coaptado sin poder asistir a la escuela ni compartir con nadie durante ese tiempo; espacio que aproveché para leer mil libros, hacer un álbum del alunizaje del Águila con Armstrong y Aldrin a bordo, escribía muy poco. Aunque la herida ya ha sanado y puedo platicarlo sin contemplaciones ni victimizarme. Si tengo amistades que me visitaban a los cuales agradezco de todo corazón su paciencia y disposición compasiva para llegar hasta el pueblo de Tlalpan, que en aquella época era una zona muy alejada de las zonas urbanas y comerciales de la ciudad. No me era permitido salir a la calle por el bajo nivel de defensas en mi organismo; estuve en un tratamiento de quimioterapia bastante agresivo por mucho tiempo, prácticamente un año, con inyecciones en la vena diariamente para eliminar las defensas en el cuerpo que estaban transformadas en su genética, por lo que cualquier catarro podría convertirse en una pulmonía. Sí, llegué a pensar que sería mejor no estar sufriendo y despedirme de este mundo, pero mi instinto fue más fuerte que la razón y los deseos. De lo más grave puedo suponer que fue la hemiplejía que sufrí a medio patio de la secundaria por ahí de 1968.
Con el tratamiento que me aplicaron (nada fácil de conseguir y muy caro, casi experimental) perdí todo el cabello, mi cabeza era una calva semicompleta nada redonda, más bien con forma puntiaguda, hube de comprarme una peluca por la vergüenza de mostrarme así, los adolescentes sufren mucho por su apariencia; mi color de piel era amarillo o blanco casi transparente; mis brazos aún tienen las cicatrices de cada inyección que me suministraban un detrás de la otra, y que paulatinamente se agotaban las áreas consideradas como adecuadas para seguir suministrando dicho medicamento, después de los brazos seguían las manos, luego los pies; tuvieron mis padres de contratar a un doctor especializado en extraer sangre de los niños prematuros porque mis maltratadas venas no daban más, era una sucesión de pequeños puntos negros seguidos de muchos más, uno tras otro por todas mis extremidades, como rosario sobre la piel. Los rayos catódicos de los televisores, al frío, el calor, el sol sobre todo, el aire agresivo, las bebidas y comidas que debían estar a temperatura ambiente para no afectar alguna otro órgano o sistema que pudiera activarse siendo éstos solo algunos de los precursores me dañaban.
Sufrí dos colapsos o crisis de esta enfermedad muy fuertes cuando ya había pasado lo más difícil. Uno de ellos en Tequesquitengo donde me cuentan que esquié por casi una hora y de repente caí sin sentido en un jardín a orillas del lago sin poder reaccionar física ni mentalmente, iniciando así un vía crucis por diversos hospitales de la región; al seguro social de Jojutla, clínicas de lo familiar donde ninguna contaba con el instrumental, el personal ni medicamentos especializados. Me hicieron una serie de estudios que solo me maltrataron; una sonda porque no podía orinar, catéteres mal puestos -no había a dónde, las venas totalmente cicatrizadas-, un caso sin solución para esas épocas. Finalmente, mi amigo con el que viajé decidió llamarle a mi tía la doctora (en un chispazo de lucidez lo recordé, a las 24 horas el evento) que de inmediato pidió que me llevaran a un afamado hospital de la capital donde estuve por un corto periodo y luego trasladado a una clínica para recibir el tratamiento indicado, dos meses más. No fue fácil convencerme de tomar las medicinas de nuevo, mi mente no reaccionaba y, por el contrario, me rebelaba ante las disposiciones de los doctores especialistas que me querían tener amarrado de brazos a la camilla para que no me arrancara la sonda y el suero que tenía conectado a una mano. Escribí en aquella terrible situación todo lo que yo imaginaba me había pasado y mucho más, para mí era como una profecía que debía seguir…muchas locuras pero también proyecciones de lo que me hubiera gustado vivir en lugar de todo esto.
Ya fue, es lo bueno de contar esa historia. El cabello volvió a crecer, mis ganas de vivir se renovaron poco a poco, mis actividades se fueron recuperando paulatinamente, regresé a la escuela en dos ocasiones por debajo de los estudiantes anteriores, nuevos amigos y compañeros de clases con los cuales aprendí a aceptar mi condición. Y la enfermedad que actualmente sigo padeciendo está de forma latente y controlada.
Continúa.