Cuarta entrega
Antes de que el destino nos uniera, no la conocí más allá del patio de la escuela y cuando visité su casa y a su familia en un par de ocasiones -en un lapso de cuatro años- para celebrar el cumpleaños de su hermana y luego el suyo. Ocasionalmente asistíamos a las fiestas de cumpleaños de compañeros de la escuela pero nuestro trato era totalmente superficial. Qué hubiera dado en ese entonces por saber que estaría a mi alcance, amorosa, llena de cariño y de bondad, plenamente entregada a las caricias nocturnas que nos desvelaban sin que nos importara el tiempo hasta el amanecer, cuando se consumía la llamarada de la chimenea dentro de la habitación. En aquellos días, el sólo tocarnos encendía de nuevo la hoguera que nos consumía extasiados.
En aquella primera estancia juntos me concentré en grabar en mi mente todos los detalles del tiempo que pasamos en el jardín. Me sentía más pleno que nunca; ella me daba la oportunidad de sentirme vivo y amado, y yo también me esmeraba en colmarla de atenciones y de caricias. Le fascinaba leer y quedarse dormida al sol, tendida sobre el camastro, mientras su piel se tornaba más oscura y deliciosa (una de mis debilidades, lo reconozco). Ávida lectora de cualquier tema, leía varios libros simultáneamente y descubría nuevas tendencias de escritores noveles o consagrados. Fue ella quien me acercó de nuevo a la poesía, algo que pensé se había extinguido en mi vida.
Fue mi más cercana experiencia amorosa en toda la extensión de la palabra después de mi divorcio, hacía más de nueve años. Y fue la intensidad de esos momentos lo que me permitiría externar mi sobajado impulso de escritor que nunca pude desarrollar siendo joven. Ahora, con las vidas recorridas, es claro símbolo de la libertad que da el enamoramiento.
A través de nuestra comunión entendimos que fuimos una pareja que venía de otras vidas, desde siempre, de miles de años atrás y que, sin nosotros saberlo, el destino nos tenía preparada una sorpresa: el volver a estar juntos ahora sí, en el amor.
La señora Ge tenía una peculiaridad: su risa. Una risa explosiva y vasta cuando se encontraba feliz, no le preocupaba externar lo que sentía, lo cual representaba un verdadero desafío a la cordura y al pesimismo de los que la rodeaban. Podía llorar fácilmente de placer y de dolor. A la señora Ge le gustaba bailar porque decía que es una manera de sentirse viva. El ritmo de la música caribeña o el agitado movimiento del rock and roll formaban parte de sus actividades cotidianas. Si no lo hacía en su casa bajo la supervisión de un maestro que junto con unas tres amigas las hacía moverse hasta sudar por todos lados, lo hacía en fiestas o celebraciones, y entonces era la mujer más feliz.
La recuerdo vestida de negro -uno de sus colores favoritos- llevando el ritmo de la música con sus caderas, contoneándose desde la bruma de otra dimensión, dejándose llevar por los acordes de los instrumentos que resonaban con fuerza e invitaban a celebrar. Se permitía entonces imitarme con irreverencia, copiando alguno de mis pasos.
Han pasado muchos días desde que nos dejamos de ver. Presiento que ella ha procurado no hacerlo por temor a que su voluntad se debilite y ceda ante todo lo bueno que tenemos aún que darnos. A mí, este alejamiento me ha llevado a lo que llamo, los desfiladeros; un espacio íntimo en el que toda clase de situaciones y circunstancias de mi vida cotidiana se me presentan como retos y oportunidades para procesar o digerir las memorias o recuerdos que tanto disfruté. Eso ha implicado un cambio radical de pensamiento y de acción, o enfrentarlos con pasión y verdad, que son sólo dos palabras contenidas en el verbo amar.
Durante el último año mi desempeño laboral ha sido como desde que me casé, inconsistente e inestable. Me dediqué a dar clases de inglés a los ejecutivos de una importante empresa internacional de contabilidad y auditoría para las grandes compañías que existen en el mundo con subsidiarias en varios países.
Mi labor consistía en llegar a tiempo e impartir mi curso contando con nueve disímbolos estudiantes, cada uno con un distinto nivel de competencia – desde el estructurado contador hasta las detallistas auditoras-. Comenzaba a las siete y terminaba a las 8:30 cada mañana, eso era -en ese entonces- lo que yo consideraba mi única obligación.
De todo mi grupo, cuatro de mis alumnas eran muy atractivas, cada una con su propio estilo. Mónica: cabello rubio, 1.80 m de altura, muy buen cuerpo, ojos negros, manos finas y modos educados, pero de nivel intermedio en cuanto al idioma. Janet usaba anteojos negros de pasta con la horma cuadrada y grande, lo que hacía más atractivos sus ojos oscuros, muy buen cuerpo, cara cuadrada, pertenecía a un nivel social medio y su inglés era casi nulo; varias veces la encontré en la calle después de la clase rumbo a la empresa que estaba siendo auditada.
Paulina era la más pequeña: cabello rizado, delgada y con ojos negros; su cara angulada se integraba armoniosamente al resto de su cuerpo, era la que tenía el mejor nivel en el idioma. Y Ema era la de mejor sonrisa, de rasgos orientales y complexión armoniosa y atractiva, de estatura media.
Desafortunadamente la política en la empresa era no tener ningún tipo de contacto con los ejecutivos debido al nivel de confidencialidad que obliga a cualquier persona a no interactuar por temor a divulgar información clasifica como “delicada”.
Para ese entonces, la imagen que yo mantenía de la señora Ge era únicamente la zona que le era frecuente visitar: la colonia en la que había crecido, donde se tejieron mil historias de su infancia y de su adolescencia; ahí, frente a un hermoso parque con dos lagos, siendo aún niña le dio el “sí” a su primer novio para luego salir corriendo hasta su casa. Ahí también ocurrieron las pesadillas que la rodearon y que fueron reales: ser despertada por su padre a las cuatro de la mañana para bailar con los invitados fue una de ellas, la menos grave.
…Acabo de verla en la televisión. Estaba en el Museo Británico acompañando a Jacobo Zabludowski, quien ha sido su inspiración por sus amplios conocimientos y experiencia como periodista, narrador, entrevistador, comentarista y buen amigo de la familia. Desde la última vez que nos escribimos pude presentir que viajaría con él, no sé cómo. Ella se encontraba en la zona de los frisos o metopas de la Acrópolis de Atenas, rescatados por Lord Elgin y presentado por Jacobo.
-Interesante historia del arqueólogo inglés que rescató esas piezas únicas para disfrute de la humanidad– me digo en un monólogo casi automático mientras sigo pegado a la pantalla, buscándola. Y aparece. Ella, captada por el camarógrafo al fondo de la toma, frente a los fragmentos del friso con las esculturas impresionantes; pude verla, estoy seguro. Pantalones azules, con suéter rojo abierto al frente, blusa clara. Está esperando que se acerque Jacobo con el viaje de la cámara colocada detrás de él, en claro movimiento de producción estipulado por él mismo.
También me pareció verla durante la inauguración de los Juegos Olímpicos, se movía de un lado a otro de la zona para invitados especiales.
–Qué disfrute haber estado ahí, sin duda– comento entre dientes mientras cocino mi cena.
Guardo silencio y entonces brota desde algún profundo lugar dentro mí:
–Si esta mujer no es para mí, ¿por qué me empeño tanto en el reencuentro, será la manera de tratarme o como nos amamos…?- sinceramente, lo ignoro.
Cierto es que cuando las pasiones afloran el corazón manda. Mi adorada. Esa sería mi versión de la paz para este mundo, no pensar tanto y dejarse guiar por el corazón si creemos que toda persona es buena en su interior. El inconveniente surge cuando se fractura esa conexión de amor y plenitud, entonces hay un descenso vertiginoso que confunde y lo lleva a uno hacia la duda, al vacío provocado por el deshielo o la envidia. El descrédito de todo lo celestial. La pérdida de identidad como si se fuera uno de este mundo hacia otra dimensión, un viaje sin retorno… sólo un amante más. El consabido término de “úsese y tírese”.
Fui yo quien la re-conoció después de un banquete conmemorativo de la generación. Pensé que no había mujer más bella y atractiva, aunque suene a cliché. En ningún momento dudé de su identidad y lo impactante de su porte. Desde la llegada al recinto donde se celebraba el banquete supe quién era, 30 años después de haberla visto por primera vez en el patio de la escuela con su chaleco de rombos rosas y grises. Y ahora, estaba más cercana que nunca. Por otro lado, ella no tenía idea de quién era yo.
En esa ocasión estuvimos ahí 30 compañeros de generación para convivir como hermanos. Es algo extraño porque no pertenecemos a la misma crema del café capuchino, pero la sensación de cercanía y cariño están ahí. Los buenos amigos, los compañeros del salón de clase, las mujeres todas ya con su vida, igual que uno. Llegaron aquellos que viven a 6 horas de la cita, otros que venían del extranjero y varios más de las cercanías a la capital. Hijos mayores todos tienen, incluso con nietos.
Este tipo de encuentros me deja muy recargado de autoestima porque, sin ningún compromiso estamos ahí para darnos, para conocernos más allá después de las clases en la prepa. Éramos tantos y en varios grupos… Con algunos de ellos nunca había cruzado palabra antes de esa ocasión, y valió la pena saber quiénes fueron los compañeros de la infancia, tan variados y de distintos rumbos o religiones. De pronto sentí que ya no había ninguna barrera, si acaso la hubo antes; reconocer a los mejores de la generación y saber quiénes son ahora, valorar sus hazañas y las sentirlas como propias. Brindar con unos y otros a favor de mantener este vínculo, después de todo, son parte de una historia paralela a la de uno, y no quieres perdértela.
Fotos cortesía de @Locamex.net
Fin de la cuarta entrega