“¡Soy reata de lechuguilla y por las dos puntas lazo!”
Proverbio charro
Por fantástica que pareciera, esta historia es totalmente verídica, la mirilla sigue presente, se formó al apilar una piedra tras otra para construir el muro de un tecorral dejando ocasionalmente unos huecos entre ellas, por donde pasa la luz.
Unas cuantas semanas antes de que el ingeniero se presente ante sus nuevos jefes, da a su pequeña familia la noticia de que se mudarán fuera de la ciudad. El ingeniero se hará cargo de la construcción de la carretera Cocula – Barra de Navidad, en Jalisco. La intempestiva nueva coincide en los tiempos con el cumpleaños de Fermín, su hijo mayor (casi tres años más grande que su hermanita de dos).
Al niño Fermín le asusta abandonar sus pequeños y grandes apegos (familia, conocidos, amigos, tesoros y juegos predilectos); partir significa desprenderse de lo que apenas considera propio o cercano. Y es que una mudanza es dejarlo todo para adaptarse a un entorno que ni siquiera le es posible imaginar a su corta edad; es ir rumbo a lo desconocido, es una salida que quién sabe si tendrá retorno… aunque siempre existe una palabra clave que convence a Fermín de mantener la calma y entusiasmarlo.
Una mañana, muy cercano ya el quinto cumpleaños del niño Fermín, el padre lo lleva a casa de sus futuros empleadores, son los dueños de una compañía constructora de gran renombre que pertenecen a la capa más alta de la sociedad (cabría entonces el término inglés, “the upper crust of the society”). El dueño de aquella vasta propiedad situada en pleno centro de la ciudad de México, es el de mayor jerarquía dentro de la constructora. Hombre considerado uno de los grandes magnates en potencia de los años sesenta, ha recibido como herencia o por cuestiones políticas varias compañías, casas, edificios, animales y servidumbre. Que tendría esposas varias también.
En el extenso jardín de la mansión pastan ocho venados. Al mirarlos, Fermín queda inmóvil, fascinado, no consigue apartar la vista de ellos. Hay machos y hembras, y uno de gran cornamenta – ubicado al centro del grupo- es el macho dominante. Se mueven de un lado a otro nerviosos y nada adaptados al ruidoso entorno citadino; el sonido que producen los motores y las bocinas de los autos que van y vienen, los gritos y los pasos de los transeúntes mantienen intranquilo al grupo de venados.
Cuando el ingeniero y su hijo se aproximan a ellos el macho dominante se planta al frente del grupo aprestándose a defender a las hembras y a los machos jóvenes de la manada; los venados más pequeños están atrás protegidos por los machos menores y las hembras. Uno en particular llama la atención del niño Fermín, tiene pequeñas manchas blancas en las ancas y apenas cumplirá los dos meses de nacido (seguramente se ha visto reflejado en él). Bambi de Disney no había sido imaginada por casa productora alguna.
Minúsculo, muy inquieto, travieso, el venadito brinca de un lado al otro dando saltos de gran altura y mira con sus grandes ojos negros su alrededor. Tal vez olfatea peligro y entonces, atemorizado, se oculta veloz detrás de las hembras para no ser descubierto, ése le gusta al niño Fermín como regalo de cumpleaños. -Y ése mismo- le dice su padre, -te será entregado cuando llegues a tu nuevo destino: ¡Cocula Jalisco! Te va a gustar mucho, hijo. Ya verás.
Han pasado seis meses desde la mudanza a Cocula y el venado nunca llegó. Por supuesto que era sólo un ardid del padre para lograr desenganchar al niño de su negativa, lo consideró necesario para evitar un drama familiar, pues al estar más tranquilo el niño Fermín los abuelos recuperarían la tranquilidad dado que poco estaban de acuerdo con la salida de la pequeña familia a un pueblo inhóspito y dejado de la civilización.
Un pueblo en el que los duelos entre personas por el honor de una familia eran algo común. Un pueblo donde los fines de semana había muertos y sangre regada por toda la banqueta que evidenciaba el camino que había seguido el herido antes de ser descubierto y finiquitado. Un pueblo que -según dicen orgullosamente las canciones rancheras-, es el origen del auténtico mariachi.
Desde su llegada a Cocula el niño Fermín pregunta todos los días si el venado ha llegado, el silencio de su padre al abrir las cortinas para despertarlo es un síntoma claro de “misión no cumplida” o “promesa fallida”. Con el tiempo, su visión de la verdad, de la honorabilidad, de la justicia y de la sinceridad se ha ido deteriorando hasta no reconocer cuál de estos valores es el determinante para mantener su admiración por el padre.
En casa siempre hay explicaciones que justifican que su venado no haya llegado; las largas distancias que hay que cruzar, el percance en el transporte que se contrató, el tiempo del trayecto… todas, aparecen como siniestros impedimentos que se confabulan contra la buena disposición del padre de cumplir la promesa. Así, el niño Fermín comienza a adaptarse a su nueva vida.
Cocula le sirvió para hacerse duro, desconfiado, severo consigo mismo, audaz y sin temor a la muerte ni al olvido ni al recuerdo. Fermín aprende a vivir la vida conforme a sus propias condiciones y reglas, aprende a hacerle a todo, lo que se debe y hasta lo que no… a vivir hasta el límite. En Cocula desarrolla esa audacia que se estimula por la natural sensación de que cualquier cosa se puede en esta vida, siempre y cuando no vaya en contra de la supervivencia. Y sobrevive. Sobrevive también al recelo que despierta en los niños del pueblo ya sea por el color de su piel o de sus ojos azules, o porque viene de la capital.
-Ese güerito de ojos azules de la capital, ¡hay que hacerlo macho a como dé lugar!– escucha decir a sus compañeros de escuela.
Una ocasión, mientras Fermín está bebiendo un refresco directamente del envase un duro empujón anónimo le estrella la botella en los dientes… sólo se trata del placer de ver “cómo llora un recién llegado”.
Un buen día su caballo arriba al pueblo, es un pony llamado El Capricho que ensilla cada vez que lo desea. Fermín monta desde los dos años mucho mejor que algunos del lugar, y en El Capricho puede pasear por el campo, descubrir montañas, ríos, charcos con ranas, vacas y toros o novillos aptos para el coleadero. Sin embargo, la promesa del venado flota en su mente y en el aire sórdido del pueblo. Para él es una posibilidad que se hará realidad alguna vez, pero en su interior cocina ya la idea de que es una mentira que debe ser compensada de alguna manera, eso sería un acto de justicia.
Ya sin memoria casi, desprendido de sus recuerdos y amigos de la ciudad, Fermín comienza a disfrutar del lugar al que ha sido llevado por el trabajo de su padre. Un ingeniero dedicado, tenaz y trabajador en manos de empresarios que no tienen interés en preservar o mejorar la vida de sus empleados, quienes son considerados como el equipo de trabajo, algo que puede usarse, que se desgasta con el tiempo y que sólo sirve a un propósito definido no más allá de su utilidad.
En Cocula Fermín monta a caballo, en moto-conformadora, en tractor, en retroexcavadora, en jeep…Su vida está llena de aventuras con su padre o sin él, que anda haciendo el camino a la otra ciudad, conectando regiones del estado de Jalisco. Es un cruzado mexicano ciertamente, o el escudero de un hidalgo que convierte lo inhóspito en un punto conectado a la civilización por medio de una carretera federal.
Montado en El Capricho y acompañado por el caballerango sale a cabalgar. El caballerango es un joven de la localidad de apenas 18 años con facciones que Fermín sólo pudo recordar después de que le dio a comer una tuna roja o xoconostle para satisfacer su sed, tras una larga caminata. Amable y considerado se la ofreció al niño después de quitarle las espinas.
Son esas caminatas largas a pleno rayo del sol que dejan desgastado al más duro las que casi siempre desea tener Fermín, porque lo alejan del mundo real. Y entonces, aquello que le rodea es convertido a su propia noción e identidad, en una aventura diaria. Por eso casi siempre quiere ir más lejos, siempre procura lo más lejano cada vez. La más memorable fue -un día cualquiera – cuando llegaron a un paraje lleno de cactus y nopales.
Los dos montados a caballo quedan frente a un muro de piedras colocadas a la usanza tradicional, articuladas una sobre otra hasta formar una tapia lo suficientemente alta y gruesa como para que no se pueda librar con la vista; ajustadas las rocas, forman en conjunto una barrera porosa del negro al marrón toda fraccionada, eso es un tecorral. Fermín baja del caballo, y en el muro casi artesanal encuentra un hueco formado por una piedra con la saliente de otra. Curioso el caballerango un poco más que Fermín, ambos se asoman por el agujero: se trata de un encierro de toros, vacas y becerros zainos, mulatos, castaños y jaros en su mayoría. Así se queda un rato, contemplándolos por la mirilla, hasta que ve a un becerro bermejo que se asoma detrás de su madre, sin cornamenta, aún pequeño, de escasas semanas de vida. Ha descubierto al sustituto de su venado, el regalo para su siguiente cumpleaños.
El camino de regreso a casa se torna ahora más largo, se agranda en el tiempo más que por la distancia por la prisa que tiene en llegar. El corazón se le acelera, quiere comunicar su descubrimiento rápido para que no le sea robado o prohibido aquello que cubrirá el espacio de la promesa no cumplida. En el fondo, desea intensamente reivindicar la palabra del padre.
–Corre, ¡arre, Capricho!- fuetea, avanza más rápido, vuela por las terregosas planicies, sube escarpadas laderas. Deja en la entrada a su noble animal, extenuado y empapado de sudor. Entra a la casa con la mente en una sola cosa: el becerro castaño que vio a través de la mirilla, aquél que era un novillo bebé (¡qué mejor regalo que ese para el niño …!).
Sin embargo, Al llegar el padre no se encuentra, y es que sus jornadas de trabajo se extienden ahora más allá de la luz del sol. El plazo para finiquitar el camino se ha reducido y el presupuesto de la empresa se ha acortado, los dueños prefieren comprar maquinaria nueva que les servirá en otras obras que seguir invirtiendo en la plantilla de trabajadores. La labor de los operadores de maquinaria, estadaleros, jornaleros, ingenieros, albañiles, ayudantes y peones se ha triplicado y tornado extenuante y sin final.
No puede más Fermín y abatido por el cansancio se pierde en un sueño que es reflejo del incandescente sol, de la cabalgata obsesiva que termina matando la conciencia.
Amanece y es un nuevo día para la aventura. Pero primero es la promesa…
Se ha despertado tarde y su padre ha salido temprano. Fermín decide regresar a la mirilla detrás del muro de piedra -a kilómetros de distancia- para confirmar que su visión no ha sido producto de una insolación, mera fascinación o una alucinación después de comer aquella deliciosa tuna roja de líquido color sangre, dulce y embriagante.
Ensillan y salen a pesar del disgusto del acompañante por el trayecto que habrán de andar de nuevo. Esta vez al llegar, el caballerango se cerciora de que estén ahí los animales, trepa sobre el lomo de la yegua y se mantiene ahí de pie para mirar por encima del muro. Mientras tanto, Fermín ha encontrado la puerta del corral (mucho más alta que el muro y mucho más difícil de cruzar); regresa con su acompañante a pedirle ayuda para saltar el muro, se pone de pie sobre la silla de charro, desde ahí también se alcanza la orilla del muro, no piensa en la dificultad para regresar sino únicamente en el becerro que quiere de regalo.
Atrás, muy atrás de todos los demás animales se esconde el elegido. Dentro del corral, Fermín hace aspavientos con su pequeño sombrero de charro para apartar a los demás animales y poder llegar hasta donde se encuentra su objetivo; se para frente a él y la madre del becerro se aparta después de tenerlo de frente aun sabiendo de la ofensiva de Fermín. El becerro, macho al fin, le finta una embestida que lo deja quieto y lo congela momentáneamente. El niño Fermín le pregunta al caballerango si lo puede embestir y éste le dice:
-No creo, su madre está cerca y lo protegerá de cualquiera, pero no te hace nada, está chiquillo, apenas camina-.
Después de una segunda embestida más cercana, Fermín decide retroceder y el caballerango lo convence para que otro día traiga al padre a que vea y apruebe al novillo. Procura alcanzar a Fermín, y con el cuerpo recostado sobre la muralla de piedra estira al máximo su brazo para tomar la mano del niño, finalmente lo jala hacia arriba de la porosa barda. Fermín logra salir del corral apoyándose en algunas piedras para terminar su escalada.
…Han pasado tres días y es fin de semana, el padre ha prometido acompañarlo a ver su regalo, pero Fermín no le ha revelado de qué se trata. Hacen la travesía ya conocida por el niño mientras el padre queda asombrando por la lejanía del lugar. En el camino va tratando de convencer a Fermín de otra alternativa que no sea llegar al corral, pero termina cediendo ante la constante e inexplicable decisión en la reparación del daño.
Padre e hijo van por el camino espinoso y lleno de irregularidades, transitan por los llanos áridos colmados de polvo fino que se mete entre la ropa y la piel y galopan por ratos hasta llegar al corral. Fermín brinca a las piedras desde el caballo y escala el muro aprovechando los huecos que hay entre ellas. Su padre se asombra en silencio por la facilidad con la que el niño ha llegado al límite del muro, y se queda detrás de El Capricho sosteniéndolo por las riendas.
Dentro del corral Fermín mueve su sombrero hacia todos lados mientras sisea. Sólo después de eternos minutos llama a su padre:
-¡Mira, acá lo tengo acorralado, asómate!– grita Fermín, que está muy emocionado, sudoroso y chapeado por el sol y el calor.
El padre asoma la cabeza al corral y se queda lívido por la impresión: ¡se trata de un encierro de toros de lidia! Intenta llamar la atención de Fermín, alejarlo del conjunto de toros que los miran y empiezan a inquietarse; primero se mueven despacio y luego más agitados cuando perciben la angustia del padre. El caballo del ingeniero también se pone bravo, comienza a girar nervioso. Fermín, con toda tranquilidad, señalando de cerca al becerro, le dice:
– ¡Mira pa, éste es el que me gusta, por favor pide que nos lo vendan y yo lo cuido!-.
Sorpresa, miedo y angustia. Podría llegar a pánico. Decidido a no exaltarse, a conservar la sangre fría, el padre lo llama sin levantar la voz:
– ¡Claro, hijo, yo le digo al dueño que nos lo venda!…pero por favor, ya vente para acá, ya lo vi. Súbete por acá, mira, más rápido…– y gesticula todo lo que puede, manteniendo la calma, mostrándole a Fermín el camino.
Hasta que pudo asirlo por el brazo, su alma descansó. Su frente sudaba copiosamente, su voz había quedado temblorosa y una exhalación de alivio momentáneo interrumpió el silencio total que había en el entorno. Comprendió que Fermín nunca sintió miedo estando dentro del corral y que a pesar del riesgo que lo rodeaba su intención de mostrarle su regalo había sido más poderosa que cualquier fuerza de este mundo.
El becerro nunca llegó al establo de Fermín, tampoco el venado; éste no se perdió en el transporte ni se enfermó camino a Cocula, fue una ilusión más en la corta vida de un niño sin miedo visto a través de la mirilla de un muro. Así se hizo la historia, la mirilla tuvo una vez más su protagonismo en uno de los muchos capítulos de su vida.