Era de noche y el grupo de gitanos se reunía para celebrar el aquelarre fuera de la cueva donde amarado de cuernos y patas, estaba al cabrito azabache. Frente a él ardía una gigantesca hoguera de lenguas naranjas y violetas que iluminaban el campamento y matizaban la noche con una perfecta combinación roja y negra. Para Soraya, la ceremonia adquiría otro sentido a la medianoche; era momento de apartarse de la muchedumbre para recibir el abrazo del amado, aquel hombre que la hacía viajar a otra dimensión y sentir que la tierra giraba al revés.
El aquelarre es la forma genérica de denominar a la agrupación o reunión de brujas y brujos para la realización de rituales y hechizos, bien como creencia religiosa precristiana o neopagana, o bien aceptado en escritos cristianos como actos de invocación y adoración a Lucifer. Este término también se emplea ampliamente en las obras de ficción y fantasía para definir a los clanes o grupos brujescos que se juntan para efectuar ceremonias mágicas y encantamientos, tanto benévolos como maléficos.
Tanto el diccionario de Espasa como el de Santillana, así como la enciclopedia Larousse, definen la palabra simplemente como una congregación de brujas y brujos, mientras que el Diccionario de la lengua española acepta únicamente el término como reunión nocturna de brujas y brujos presidida por Satanás que generalmente se presenta en forma de macho cabrío, acepción coincidente con la veneración diabólica aportada desde el cristianismo. Si bien miles de personas fueron ajusticiadas bajo la acusación de haber participado en estos encuentros luciferinos, sólo han llegado hasta nosotros las actas acusatorias; no han sobrevivido pruebas de que estas reuniones realmente se hayan realizado. No obstante, y de seguir con la teoría que insiste en la veracidad de este tipo de sabbats o aquelarres, su época de apogeo parece haber tenido lugar entre fines de la Edad Media hasta el siglo XVIII.
Es interesante destacar que Anna Armengol (Universidad Autónoma de Barcelona) en su estudio de la brujería indica sobre el origen de la palabra que: «Por lo que respecta al origen de la palabra aquelarre, la hipótesis de Mikel Azurmendi de que no es una palabra vasca, sino una construcción culta emanada del lenguaje jurídico culto, ha sido corroborada recientemente por Henningsen. Éste afirma que se trata de una construcción erudita de principios del siglo XVII. Incluso precisa la creación de dicho término datándola entre el 14 de febrero de 1609, en que el Tribunal de Logroño recibe un nuevo grupo de presos de Zugarramurdi, y el 22 de mayo del mismo año, en que la palabra aparece por primera vez. Ha sido posible detectar como probable “inventor” de la palabra, al inquisidor Juan del Valle Albarado».
Antropológicamente, los aquelarres eran reminiscencias de ritos paganos que se celebraban de forma clandestina al no estar admitidos por las autoridades religiosas de una época. La prohibición de estas prácticas mágicas se encuentra ya en la Ley de las XII Tablas (Tabula VIII). En la época de Sila se promulgó la Lex Cornelia de Sicariis et Veneficiis, que insiste en esta prohibición.
En el inicio de los tiempos, los aquelarres fueron promovidos por magos y brujas para curar el alma y el cuerpo de sus enfermos. La orgiástica ceremonia se llevaba a cabo cada luna llena en adoración al cabrón azabache, era una celebración a la vida y los placeres que la acompañan, y el vino, la danza, los cantos y la música, el humo del incienso, el fuego enardecido y los rituales de magia era parte de ella. Los cantos de los gitanos y el sonido de las guitarras tocadas con un estilo salido del alma que enajena, que crispa los cabellos, que enloquece los sentidos, inundaba las noches de aquelarre.
Una larga cabellera negra y brillante, unos ojos negros con una mirada de edades más allá de los tiempos se asomaba tras las rocas y delimitaba la entrada a la cueva. Era Soraya que se mantenía a la expectativa calculando el momento exacto para poder huir al fondo del bosque sin ser vista y encontrarse con él. La fuerza de la determinación era su motivo de vida; el amor, su recurso y refugio.
El baile frenético seguiría toda la noche hasta la desaparición de la luna llena, cuando todo volvería a la normalidad. La danza exuberante con el macho cabrío y la cura de los enfermos era el momento idóneo. Soraya anticipaba delirante, ansiosa y hasta angustiada el momento preciso.
Soraya temía sólo a una cosa: la fuerza de su padre quien encorvado como un duende maligno, se mantenía al acecho para no permitir los escapes de gloria y libertad de su hija. Fugaz nunca permitidas y siempre negadas; ella no podía tener cerca la presencia de un hombre, un amigo o un compañero; el único permitido sería siempre él, su padre, a quien debería de cuidar hasta la muerte. Ese era su sino, su misión por ser mujer y primogénita.
Soraya había sufrido al lado de ese hombre toda su infancia; era un ser violento y estricto que tenía por costumbre aquietarla con duros regaños y golpes en el cuerpo donde nadie lo notara, para no ser blanco de críticas por su brutal manera de ejercer la disciplina. Encontraba placer en exhibir la belleza de su primogénita y le exigía brindar sus favores ya fuera a los artistas de otras latitudes y clanes que él mismo invitaba, o a sus amigos de farra. Soraya – debía bailar, cantar o acceder a cualquier petición que le hicieran.
Estar siempre ebrio y del humor que mejor le pareciera igual que fumar hasta el amanecer con sus amigos en fiestas de excesos, era lo habitual en él. Era como un ogro extraído de un cuento de horror, un ser mitológico del averno, sin duda alguna. Su cuerpo se había deformado hasta convertirlo en un décimo de su formato original. Demasiadas bacanales le habían afectado de tal manera el razonamiento que cuando no estaba totalmente cuerdo le daba por intentar dominar por la fuerza a todo aquel que le rodeara.
Siendo patriarca del clan, alguna vez demostró su capacidad de liderazgo e integridad cuando luchó por preservar y poner a salvo de la extinción a los miembros de su grupo. Pero los interminables desórdenes en su vida obraron una profunda transformación en su persona; su mente y su corazón se fueron hacia el lado oscuro. Entonces comenzó a anteponer sus placeres e intereses personales sobre las necesidades de su gente y poco a poco el gusto por verlo se convirtió en repulsión y dejaron de buscarlo amigos, compañeros de caza y de botellas. Todos lamentaban el deplorable estado en el que se encontraba, y en el que habría de morir irremediablemente, después de mucho tiempo.
Su condición le condenó a ser apartado del consejo del clan. La gente que lo rodeaba ahora lo soñaba, deseaba y hasta hubiera pagado por verlo muerto, pero él se resistía a dejar el mundo de los placeres, del dominio sobre todo lo que le rodeaba; aún sin la capacidad suficiente para hacerlo, terco y obcecado, cosechando más angustias, provocando más dolor, ejerciendo y cubriendo al mundo que lo rodeaba de oscuridad, de maldad y vejación, siempre se mantuvo aferrado a su perversidad.
La edad, aunada a sus incansables dolencias, eran motivo de queja constante desde su mejor papel de víctima para llamar la atención de su hija.
Él sospechaba de los escapes de Soraya, y aquella noche no despegaba la mirada del único paso franco hacia las profundidades del bosque. Agazapado entre ramas de helechos y arbustos teñidos de luces fulgurantes, sabía que llegaría el momento en que podría confirmar sus temores: el hechizo que ese hombre venido de otra raza, que cautivaba a su hija mayor y la más bella de todas, se haría presente; entonces sabría cómo la invitaba a la desobediencia sólo con la mente.
Aquella noche, la preferida por su hermosura y personalidad, estaba lista para el encuentro. Mujer esbelta de contornos suaves, de movimientos agitados al bailar que externaban su sangre y su origen vibrante en cada giro cuando bailaba con la gracia de un ángel; su rostro, con esa belleza que impacta, tez morena y ojos oscuros iluminados por la energía de vidas pasadas; labios simétricos deseosos de conjurar su penitencia dolorosa, expresaban la tensión de una resuelta actitud. Totalmente ataviada con ornamentos que resaltaban su hermosura, salió de su escondite y se encaminó hacia el bosque.
Al ritmo del laúd y del pandero los asistentes comenzaron a bailar convirtiendo el entorno en una fiesta frenética de danzas alegóricas de doncellas y hábiles intérpretes. Soraya hizo un ademán invocando a los dioses y se despidió en silencio del grupo con un ligero temor a lo desconocido, pero resuelta a intentarlo. Al giro de uno de los bailarines desaparece de la escena saltando de golpe y se interna en la noche; su padre, que hasta entonces se hallaba a unos cuantos pasos de la estrecha vereda que delimitaba el campamento de la floresta, la busca entre la multitud pero no logra verla; se esfuerza, se inquieta, pero no quiere ser detectado.
Envuelta en una capa oscura, ella llama a todos sus protectores con la fuerza de la mente y se enfila sigilosamente hacia los brazos del amado que la espera cruzando el puente de las cumbres, del otro lado del río.
Él, joven de otra cultura que alguna vez la contempló, grácil y sugerente, danzando armoniosamente para las fiestas del pueblo, perdió su inocencia sólo con haberla mirado; no existió desde entonces ninguna otra doncella que hiciera sentir al corazón dando vueltas sobre su eje.
Él pertenecía a una familia de destacados comerciantes que llevaban materias primas a otras comunidades y retornaban con productos terminados; así era como podían mantener una posición cómoda. No acostumbraban el intercambio con gitanos porque los consideraban poco confiables debido a sus antecedentes nómadas. Paradójicamente, una fiesta gitana donde todos eran uno al momento del éxtasis fue el lugar de su primer encuentro con Soraya, y agradeció al universo esa sincronía; la interpretó a la usanza mitológica de pertenecerse en cuerpo y alma, pasando por alto hábitos y costumbres.
Ya en lo profundo del bosque ella suspira, tiene miedo, irradia el anhelo de libertad mas no lo refleja por estar prohibido dentro de su comunidad. Sabe que su padre será implacable con ella si descubre su secreto. Ella se aleja del grupo y se dirige al otro lado del rio. Su amado entiende que es el momento de salir a su encuentro, y sin cuidar sus pasos se interna en la espesura del bosque con una visión de ensueño en la que Soraya le tiende los brazos amorosamente.; va ciego, anestesiado por el enamoramiento, absorto con la imagen solamente de ella en el corazón.
El padre decide adelantarse por el camino más corto hacia el río, sabe que ella no desaparecerá por arte de magia. Presiente que encontrará lo que tanto busca, la culpabilidad de Zoraya al haber entrado en contacto con un hombre que no es de su raza ni de sus costumbres y tiene planes que ya están trazados.
En la otra orilla se encuentra un contingente de paisanos que salen de viaje, llevan un circo de animales salvajes y seres fenomenales. Van visitando los pueblos, atraen a los habitantes aprovechando su curiosidad por lo nuevo y lo desconocido, por lo grotesco y lo atractivo, lo bello o lo amorfo, para todos hay. El dueño del circo ha jugado una noche con el padre de Soraya y le ha ganado una apuesta: poseer a la más altiva, a la más hermosa de sus hijas y a cambio de ello, perdonarle sus deudas. Y así el doble plan funcionaría de mil amores.
Ella cruza el puente a oscuras y repentinamente se ilumina la carpa, el patrón salta de entre la hierba. Sorprendida, queda a merced de su captor que la obliga a ingerir una sustancia que le adormece los sentidos, pierde su voluntad, olvida su cometido, abandona la vida y se vuelve un artífice de circo.
-“¡Danza, mujer, que para eso estás en la vida!”-, le grita el patrón.
Ella se queda girando vuelta tras vuelta tras vuelta, perdida en la inconsciencia sin detenerse para descansar; el patrón ríe y goza la fabulosa prenda que le hará rico en sus próximos viajes.
En uno de los puestos laterales, el padre de un lado, el muchacho del otro, se encuentran cara a cara. Un cinismo más allá de toda dignidad humana se refleja en el rostro el padre al ver la desesperación del mozalbete cuando cree que Zoraya se ha ido con otro hombre. El joven no presiente más allá de sus celos y queda atónito con su hipnótica danza.
El padre ríe a placer en la cara del muchacho quien intenta recuperar la imagen que tenía de su amada lanzándose sobre el patrón con la mirada llena de sangre, deseando acabar con su vida, pero es detenido por un par de trapecistas que le propinan una golpiza mayúscula.
Ella, se fue con el circo y nunca más volvió, perdió la noción del tiempo y se convirtió en una nómada sin alma. Desapareció del mapa dejando atrás un amor que estaba destinado a trascender siglos. Él, murió de amor, se fue consumiendo de poco en poco, se apartó del mundo y dejó de luchar por sus ideales, no tuvo interés más allá del de sobrevivir. La llama que lo consumía por dentro terminó con su vida en cuestión de meses y nadie supo claramente el motivo de su muerte.
Sin embargo, dentro de su corazón, sabía que, alguna vez, en un futuro y en otra vida, llegaría de nuevo a sus brazos para regalarse entero, para decirle todo lo que había contenido esa noche y que nunca pudo pronunciar. Estaría de vuelta para vivir plenamente a su lado, aunque fuera por un instante, para entregarle lo mejor de su vida, sin frenos ni barreras.
Ahora, el volver a ti me hace soñar de nuevo.
El aquelarre es la forma genérica de denominar a la agrupación o reunión de brujas y brujos para la realización de rituales y hechizos, bien como creencia religiosa precristiana o neopagana, o bien aceptado en escritos cristianos como actos de invocación y adoración a Lucifer. Este término también se emplea ampliamente en las obras de ficción y fantasía para definir a los clanes o grupos brujescos que se juntan para efectuar ceremonias mágicas y encantamientos, tanto benévolos como maléficos.
Tanto el diccionario de Espasa como el de Santillana, así como la enciclopedia Larousse, definen la palabra simplemente como una congregación de brujas y brujos, mientras que el Diccionario de la lengua española acepta únicamente el término como reunión nocturna de brujas y brujos presidida por Satanás que generalmente se presenta en forma de macho cabrío, acepción coincidente con la veneración diabólica aportada desde el cristianismo. Si bien miles de personas fueron ajusticiadas bajo la acusación de haber participado en estos encuentros luciferinos, sólo han llegado hasta nosotros las actas acusatorias; no han sobrevivido pruebas de que estas reuniones realmente se hayan realizado. No obstante, y de seguir con la teoría que insiste en la veracidad de este tipo de sabbats o aquelarres, su época de apogeo parece haber tenido lugar entre fines de la Edad Media hasta el siglo XVIII.
Es interesante destacar que Anna Armengol (Universidad Autónoma de Barcelona) en su estudio de la brujería indica sobre el origen de la palabra que: «Por lo que respecta al origen de la palabra aquelarre, la hipótesis de Mikel Azurmendi de que no es una palabra vasca, sino una construcción culta emanada del lenguaje jurídico culto, ha sido corroborada recientemente por Henningsen. Éste afirma que se trata de una construcción erudita de principios del siglo XVII. Incluso precisa la creación de dicho término datándola entre el 14 de febrero de 1609, en que el Tribunal de Logroño recibe un nuevo grupo de presos de Zugarramurdi, y el 22 de mayo del mismo año, en que la palabra aparece por primera vez. Ha sido posible detectar como probable “inventor” de la palabra, al inquisidor Juan del Valle Albarado».
Antropológicamente, los aquelarres eran reminiscencias de ritos paganos que se celebraban de forma clandestina al no estar admitidos por las autoridades religiosas de una época. La prohibición de estas prácticas mágicas se encuentra ya en la Ley de las XII Tablas (Tabula VIII). En la época de Sila se promulgó la Lex Cornelia de Sicariis et Veneficiis, que insiste en esta prohibición.
En el inicio de los tiempos, los aquelarres fueron promovidos por magos y brujas para curar el alma y el cuerpo de sus enfermos. La orgiástica ceremonia se llevaba a cabo cada luna llena en adoración al cabrón azabache, era una celebración a la vida y los placeres que la acompañan, y el vino, la danza, los cantos y la música, el humo del incienso, el fuego enardecido y los rituales de magia era parte de ella. Los cantos de los gitanos y el sonido de las guitarras tocadas con un estilo salido del alma que enajena, que crispa los cabellos, que enloquece los sentidos, inundaba las noches de aquelarre.
Una larga cabellera negra y brillante, unos ojos negros con una mirada de edades más allá de los tiempos se asomaba tras las rocas y delimitaba la entrada a la cueva. Era Soraya que se mantenía a la expectativa calculando el momento exacto para poder huir al fondo del bosque sin ser vista y encontrarse con él. La fuerza de la determinación era su motivo de vida; el amor, su recurso y refugio.
El baile frenético seguiría toda la noche hasta la desaparición de la luna llena, cuando todo volvería a la normalidad. La danza exuberante con el macho cabrío y la cura de los enfermos era el momento idóneo. Soraya anticipaba delirante, ansiosa y hasta angustiada el momento preciso.
Soraya temía sólo a una cosa: la fuerza de su padre quien encorvado como un duende maligno, se mantenía al acecho para no permitir los escapes de gloria y libertad de su hija. Fugaz nunca permitidas y siempre negadas; ella no podía tener cerca la presencia de un hombre, un amigo o un compañero; el único permitido sería siempre él, su padre, a quien debería de cuidar hasta la muerte. Ese era su sino, su misión por ser mujer y primogénita.
Soraya había sufrido al lado de ese hombre toda su infancia; era un ser violento y estricto que tenía por costumbre aquietarla con duros regaños y golpes en el cuerpo donde nadie lo notara, para no ser blanco de críticas por su brutal manera de ejercer la disciplina. Encontraba placer en exhibir la belleza de su primogénita y le exigía brindar sus favores ya fuera a los artistas de otras latitudes y clanes que él mismo invitaba, o a sus amigos de farra. Soraya – debía bailar, cantar o acceder a cualquier petición que le hicieran.
Estar siempre ebrio y del humor que mejor le pareciera igual que fumar hasta el amanecer con sus amigos en fiestas de excesos, era lo habitual en él. Era como un ogro extraído de un cuento de horror, un ser mitológico del averno, sin duda alguna. Su cuerpo se había deformado hasta convertirlo en un décimo de su formato original. Demasiadas bacanales le habían afectado de tal manera el razonamiento que cuando no estaba totalmente cuerdo le daba por intentar dominar por la fuerza a todo aquel que le rodeara.
Siendo patriarca del clan, alguna vez demostró su capacidad de liderazgo e integridad cuando luchó por preservar y poner a salvo de la extinción a los miembros de su grupo. Pero los interminables desórdenes en su vida obraron una profunda transformación en su persona; su mente y su corazón se fueron hacia el lado oscuro. Entonces comenzó a anteponer sus placeres e intereses personales sobre las necesidades de su gente y poco a poco el gusto por verlo se convirtió en repulsión y dejaron de buscarlo amigos, compañeros de caza y de botellas. Todos lamentaban el deplorable estado en el que se encontraba, y en el que habría de morir irremediablemente, después de mucho tiempo.
Su condición le condenó a ser apartado del consejo del clan. La gente que lo rodeaba ahora lo soñaba, deseaba y hasta hubiera pagado por verlo muerto, pero él se resistía a dejar el mundo de los placeres, del dominio sobre todo lo que le rodeaba; aún sin la capacidad suficiente para hacerlo, terco y obcecado, cosechando más angustias, provocando más dolor, ejerciendo y cubriendo al mundo que lo rodeaba de oscuridad, de maldad y vejación, siempre se mantuvo aferrado a su perversidad.
La edad, aunada a sus incansables dolencias, eran motivo de queja constante desde su mejor papel de víctima para llamar la atención de su hija.
Él sospechaba de los escapes de Soraya, y aquella noche no despegaba la mirada del único paso franco hacia las profundidades del bosque. Agazapado entre ramas de helechos y arbustos teñidos de luces fulgurantes, sabía que llegaría el momento en que podría confirmar sus temores: el hechizo que ese hombre venido de otra raza, que cautivaba a su hija mayor y la más bella de todas, se haría presente; entonces sabría cómo la invitaba a la desobediencia sólo con la mente.
Aquella noche, la preferida por su hermosura y personalidad, estaba lista para el encuentro. Mujer esbelta de contornos suaves, de movimientos agitados al bailar que externaban su sangre y su origen vibrante en cada giro cuando bailaba con la gracia de un ángel; su rostro, con esa belleza que impacta, tez morena y ojos oscuros iluminados por la energía de vidas pasadas; labios simétricos deseosos de conjurar su penitencia dolorosa, expresaban la tensión de una resuelta actitud. Totalmente ataviada con ornamentos que resaltaban su hermosura, salió de su escondite y se encaminó hacia el bosque.
Al ritmo del laúd y del pandero los asistentes comenzaron a bailar convirtiendo el entorno en una fiesta frenética de danzas alegóricas de doncellas y hábiles intérpretes. Soraya hizo un ademán invocando a los dioses y se despidió en silencio del grupo con un ligero temor a lo desconocido, pero resuelta a intentarlo. Al giro de uno de los bailarines desaparece de la escena saltando de golpe y se interna en la noche; su padre, que hasta entonces se hallaba a unos cuantos pasos de la estrecha vereda que delimitaba el campamento de la floresta, la busca entre la multitud pero no logra verla; se esfuerza, se inquieta, pero no quiere ser detectado.
Envuelta en una capa oscura, ella llama a todos sus protectores con la fuerza de la mente y se enfila sigilosamente hacia los brazos del amado que la espera cruzando el puente de las cumbres, del otro lado del río.
Él, joven de otra cultura que alguna vez la contempló, grácil y sugerente, danzando armoniosamente para las fiestas del pueblo, perdió su inocencia sólo con haberla mirado; no existió desde entonces ninguna otra doncella que hiciera sentir al corazón dando vueltas sobre su eje.
Él pertenecía a una familia de destacados comerciantes que llevaban materias primas a otras comunidades y retornaban con productos terminados; así era como podían mantener una posición cómoda. No acostumbraban el intercambio con gitanos porque los consideraban poco confiables debido a sus antecedentes nómadas. Paradójicamente, una fiesta gitana donde todos eran uno al momento del éxtasis fue el lugar de su primer encuentro con Soraya, y agradeció al universo esa sincronía; la interpretó a la usanza mitológica de pertenecerse en cuerpo y alma, pasando por alto hábitos y costumbres.
Ya en lo profundo del bosque ella suspira, tiene miedo, irradia el anhelo de libertad mas no lo refleja por estar prohibido dentro de su comunidad. Sabe que su padre será implacable con ella si descubre su secreto. Ella se aleja del grupo y se dirige al otro lado del rio. Su amado entiende que es el momento de salir a su encuentro, y sin cuidar sus pasos se interna en la espesura del bosque con una visión de ensueño en la que Soraya le tiende los brazos amorosamente.; va ciego, anestesiado por el enamoramiento, absorto con la imagen solamente de ella en el corazón.
El padre decide adelantarse por el camino más corto hacia el río, sabe que ella no desaparecerá por arte de magia. Presiente que encontrará lo que tanto busca, la culpabilidad de Zoraya al haber entrado en contacto con un hombre que no es de su raza ni de sus costumbres y tiene planes que ya están trazados.
En la otra orilla se encuentra un contingente de paisanos que salen de viaje, llevan un circo de animales salvajes y seres fenomenales. Van visitando los pueblos, atraen a los habitantes aprovechando su curiosidad por lo nuevo y lo desconocido, por lo grotesco y lo atractivo, lo bello o lo amorfo, para todos hay. El dueño del circo ha jugado una noche con el padre de Soraya y le ha ganado una apuesta: poseer a la más altiva, a la más hermosa de sus hijas y a cambio de ello, perdonarle sus deudas. Y así el doble plan funcionaría de mil amores.
Ella cruza el puente a oscuras y repentinamente se ilumina la carpa, el patrón salta de entre la hierba. Sorprendida, queda a merced de su captor que la obliga a ingerir una sustancia que le adormece los sentidos, pierde su voluntad, olvida su cometido, abandona la vida y se vuelve un artífice de circo.
-“¡Danza, mujer, que para eso estás en la vida!”-, le grita el patrón.
Ella se queda girando vuelta tras vuelta tras vuelta, perdida en la inconsciencia sin detenerse para descansar; el patrón ríe y goza la fabulosa prenda que le hará rico en sus próximos viajes.
En uno de los puestos laterales, el padre de un lado, el muchacho del otro, se encuentran cara a cara. Un cinismo más allá de toda dignidad humana se refleja en el rostro el padre al ver la desesperación del mozalbete cuando cree que Zoraya se ha ido con otro hombre. El joven no presiente más allá de sus celos y queda atónito con su hipnótica danza.
El padre ríe a placer en la cara del muchacho quien intenta recuperar la imagen que tenía de su amada lanzándose sobre el patrón con la mirada llena de sangre, deseando acabar con su vida, pero es detenido por un par de trapecistas que le propinan una golpiza mayúscula.
Ella, se fue con el circo y nunca más volvió, perdió la noción del tiempo y se convirtió en una nómada sin alma. Desapareció del mapa dejando atrás un amor que estaba destinado a trascender siglos. Él, murió de amor, se fue consumiendo de poco en poco, se apartó del mundo y dejó de luchar por sus ideales, no tuvo interés más allá del de sobrevivir. La llama que lo consumía por dentro terminó con su vida en cuestión de meses y nadie supo claramente el motivo de su muerte.
Sin embargo, dentro de su corazón, sabía que, alguna vez, en un futuro y en otra vida, llegaría de nuevo a sus brazos para regalarse entero, para decirle todo lo que había contenido esa noche y que nunca pudo pronunciar. Estaría de vuelta para vivir plenamente a su lado, aunque fuera por un instante, para entregarle lo mejor de su vida, sin frenos ni barreras.
Ahora, el volver a ti me hace soñar de nuevo.