“No te dejes guiar por jinete temerario, ni te dejes acompañar por el miedoso. El primero te desbarrancará y el segundo te dejará solo.”
Proverbio charro
¿Mirilla al más allá?
Era un domingo como muchos y la obligación del día sería trabajar los caballos que la familia tenía en la parte trasera de la casa. Cinco, bestias cuarto de milla de la más alta educación y rienda que tenían que ser ejercitadas para mantenerlas en forma. Las competencias charras eran muy exigentes, y durante varios años el padre de Fermín había participado en los más importantes torneos del coleadero y en los congresos nacionales. Un verdadero baluarte de la fiesta charra era su querido padre, que había ganado varias suertes individuales y de equipo año tras año.
Esa mañana Fermín o El Gurú (como lo conocían sus amigos) despertó después de una orgía de tabaco y alcohol que había organizado la noche anterior en la casa paterna aprovechando que nadie de su familia estaba en la propiedad, pues como sucedía cada dos o tres meses los padres de El Gurú viajaban a Europa o Estados Unidos.
Esa mañana Fermín se hallaba solo en la propiedad. A diferencia de otras veces, en esta ocasión ninguno de sus invitados se quedó a dormir.
Una vez que las neblinas del alcohol y del tabaco disminuyeron de su mente y cuerpo, Fermín se dio a la tarea de reorganizar y limpiar todos los espacios de la casa hasta dejarlos en un estado de impecabilidad muy semejante al habitual. A quince personas había invitado y entre los quince habían consumido casi toda la reserva del bar familiar; vodka, whiskey, ron, vino, anís, tequila, todos amigos de la parranda. Y todos con esa actitud de desparpajo que sólo tienen los jóvenes en su ávido entusiasmo por una vida sin límites. Lo que menos deseaba Fermín era que sus padres se alteraran al encontrar tal desorden y la peste de cigarro si es que, como habían dicho, regresaban en esas fechas. Así fue como, hora tras hora, Fermín limpió, ordenó y fue deshaciéndose de los cuerpos del delito.
Aún crudo, se le ocurrió que una actividad compensadora de los desmanes de la noche anterior y del notable esfuerzo de reorganización y limpieza que había realizado podría ser, salir a montar para trabajar los caballos.
Donaldo (un amigo de “la colonia”) y el Canica que llegaban en ese momento con dos amigos más, se hallaba bien dispuesto a ayudarle con la tarea auto-impugnada.
Con los caballos ya ensillados antes de partir, Fermín impuso a Donaldo el uso del sobrero de charro y de las chaparreras porque montaría una yegua de mucho carácter. Una muy solicitada para la suertes charras, lazar, colas, terna, paso de la muerte, terna, piales. Recordó algo que su padre siempre decía: “cuando montes, usa el sombrero de charro, es mejor que tengas algo que te proteja la cabeza si sufres una caída. Las chaparreras te protegen de los cardos y espinas del camino, úsalas”. Si para Fermín estas palabras contenían un intrínseco concepto de “seguridad”, para aquellos amigos, ¡eso carecía valor! El Gurú insistió enfáticamente condicionando a Donaldo, si es que quería montar; este fue el momento de la iluminación para el Gurú, como después lo sabremos, porque ya se veían intensiones del amigo por usar su «tejana», como le decía él al sombrero vaquero.
Dado que los domingos descasaba el empleado encargado del cuidado y alimento de los animales, Fermín y sus acompañantes tenían cuatro caballos completamente a su disposición para cabalgar por las áreas menos invadidas de la zona. Al salir de la casa se enfilaron primero por tres calles empedradas que los condujeron hacia una intersección con la avenida principal; al cruzarla se hallaron en un camino de tierra que conducía hasta unas fuentes brotantes y unas mesetas en lo alto de los montes. El trecho peligroso -según Fermín- era el del cruce de la avenida principal ya que era la salida habitual hacia el poblado vacacional más cercano a la capital, donde muchos vehículos circulaban desde temprano. No tuvo memoria suficiente para recordar algo que nunca se percató existía, al subir por ese camino decenas de veces.
Pasando misceláneas y pequeños comercios, subieron por la calle hasta donde terminaban las casas y se hallaban construcciones más nuevas. Ahí comenzaba un camino de sólida terracería compactada por los vehículos pesados que circulaban a esas alturas para descargar los materiales de construcción de las nuevas viviendas(ladrillo, varillas, concreto, arena). Aquel paraje era parte del bosque que alguna vez circundaba a la ciudad.
De pronto, los cinco jóvenes jinetes se hallaron ante una pendiente de tepetate con más de 30° de inclinación en la que se antojaba irresistiblemente hacer cabalgar a los animales de subida a toda velocidad. Eran unos 500 metros de galope intenso tras los que era imperativo frenarse bruscamente al llegar a la ladera de la montaña porque el mismo cerro se los imponía. Ahí se topaban de frente con un muro cortado de tajo. Al lado derecho estaba una rampa elaborada que llevaba a la meseta donde una cancha de fútbol, un parque recreativo natural y el lienzo charro los esperaba.
Comenzaron a subir por la ladera del monte. Varias carreras, una tras otra, agitando los corpulentos cuerpos de los nobles animales al extremo. Una y otra vez, agitados ellos también, llenos de júbilo y con la premisa en mente : “al llegar al cerro me detengo”. El Gurú y sus amigos experimentaron el placer que brinda el equino cuando se mueve con ritmo y velocidad hasta el pie de la montaña.
Después de la agitación, Fermín permaneció unos momentos con los otros tres jinetes al pie del muro en actitud contemplativa, relajada. Un poco ansioso Donaldo prepara el escenario de lo que fue casi una tragedia; se adelanta en el segundo tramo, el primero en subir esa pendiente, pero al terminar de hacerlo en lo alto, se encontró con una bifurcación; del lado derecho, el camino fácil plano y sin obstáculos, del izquierdo un camino angosto por el que Fermín le insistió que siguiera olvidando que ese camino se terminaba a no más de cinco metros, justo en el filo del corte de tajo que se le había hecho al cerro.
En su mente poblada aún por los estragos del alcohol de la noche anterior y le faltaba la claridad; azotado por la resaca sentía una sed descomunal, tenía sueño y estaba francamente desvelo. No recordaba el punto exacto del no retorno de ese camino. Concibió que ahí había otra bajada para el llano y le ordenó a Donaldo que siguiera hasta que no hubo más camino. La yegua La Colorada, instintivamente, quiso retroceder, pero el camino era demasiado angosto y la tierra suelta le hizo trastabillar. Donaldo hizo una maniobra más que temeraria al hacerla girar sobre sus cascos y lo logró, pero debido al movimiento de su pesado cuerpo o por instrucciones de la rienda pisó en falso a las tres zancadas de regreso. Era como esas escenas de horror donde se puede observar en cámara lenta la catástrofe que se avecina, un contenido impulso de esperanza les embargó a todos y los dejó sin palabras y sin aliento. Donaldo terminó, junto La Colorada, desbarrancándose más de cuatro metros, dando un giro en el aire para caer casi por debajo de la yegua, aunque logró salir por un lado al hacer contacto con el suelo sobre esos montículos de tierra blanda.
Todos se quedaron helados, impactados. Había unos pequeños montículos de tierra de monte donde debieron de haber terminado su caída; la yegua se levantaba y Donaldo, a pesar de haber sufrido el impacto del piso, se levantó de poco a poco. Con dificultad recuperaron a La Colorada, animal que Fermín revisó detenidamente a para ver si tenía alguna herida expuesta o daño, pero no le había ocurrido nada notable, ni herida. Al mismo tiempo, El Canica revisaba a Donaldo, lo limpiaba del polvo. Donaldo, ya de pie, estaba atónito ante los acontecimientos. Cuando pudo articular palabra, su voz recordaba a Fermín de frente la voz de su padre, una y otra vez: “¡Ponte el sobrero de charro para evitar accidentes!”.
Nada volvió a ser igual desde ese día.
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