Estaba entrando la oscuridad, él buscaba desesperado a su amante.
Los jardines del palacio se mantenían apagados por orden del rey. Sólo las rocas relucían con el brillo de la luna, algunos destellos y el reflejo en el agua de los pequeños lagos habitados por aves de plumajes exóticos, batracios de piel brillante y peces multicolores daban a ese entorno una luminosidad fantástica. Los lirios sombreaban espectralmente al agua, los nenúfares flotaban destellantes como estrellas al alcance de la mano.
No la llamaba con palabras, sino con el pensamiento puro de los enamorados. Con ese lenguaje que sólo el haber vivido el amor nos deja aprender lo que significa el ansia del abrazo deseado.
La conoció siendo un niño, pero su condición de princesa no le permitía acercarse a ella; sólo se permitía pensarla y desearla desde su muy lejana cotidianeidad. Ella, la destinada a reinar a la muerte de su padre, él sirviendo en el puesto del Soho que sus padres le heredarían en un lapso de 10 años seguros.
Él, con traje de sedas brillantes rojas, verdes y azules, se propuso entrar esa noche a escondidas, trepando con audacia, desafiando los peligros de los guardias imperiales apostados cada cincuenta brazadas, armados con lanzas, dispuestos a ultimar por cercanía a cualquier extraño que pudiera presentarse.
El riesgo era grande y de ninguna manera fácil de sortear, pero su amor por ella era más grande de lo que él imaginaría. Subió por el muro como aquellos insectos que poseen la característica de no necesitar adosarse más que a las piedras. Subió sin miedo, sin pensar en las consecuencias de sus actos.
Ella, de tez morena, ataviada con un hermoso sahari turquesa de sedas y estampados con hilos de oro, iba al encuentro de sus brazos, con ansiedad casi. Nunca lo había visto hasta el día de su paseo por el mercado acompañada por su séquito de eunucos y damas de la corte.
“Sólo por conocer a los súbditos de mi reino- pensaba ese día-, sus faenas y los productos que el estado produce, ¿de qué se alimenta mi pueblo?”- se dijo. “He visto que existen muchas diferencias entre ciertos hombres, mujeres y niños que contrastan con lo que cotidianamente percibo en la corte. Su constitución, vestimenta, modales, son de otro mundo al que yo pertenezco y sin embargo, serán mis súbditos. Mira a ese hombre, por ejemplo, ofreciendo los productos de su cosecha con una manta por vestido, sin más atuendo que el sencillo envoltorio de una tela casi blanca, casi limpia, casi entera. O ese otro, con una ceñidura que sólo sirve para dividir su cuerpo en dos y sostener sus pantalones que le llegan a la rodilla, con el pecho descubierto, dedicado a la fabricación de vasijas y utensilios de metal”.
“He de entender que todos ellos tienen un destino y un trabajo por hacer, pero cuán feliz es su vida, ¿será acaso llena de amor y esperanza, o por el contrario, son sufridas existencias sin un destino definido, andando a la deriva con una vida decidida por los dioses?”
Él, apostado detrás de un taburete pensaba en el momento de verla pasar. Cuando niño, en una entrada triunfal del ejército, ella se asomó por el balcón del palacio. Esa fue su primera vez.
Él había tenido el cuidado de arreglar las vasijas de barro decoradas por su madre, confeccionadas por el padre, que había vendido por años en ese lugar. Esta actividad les había permitido vivir honrosa, mas no holgadamente. Les había brindado la oportunidad de aprender a hacer cuentas, escribir y leer, ya que el comercio había sido el detonador para la alfabetización de la ciudad. “Yo seré un gran mercader viajando a tierras indomables, traeré lo nunca antes visto por mi pueblo, sorprenderé hasta al más sabio con artículos de cerámica que nunca antes hayan visto, traeré a mi comunidad los más vivos retratos de otras culturas. ¡Será una era diferente por ser yo el promotor del cambio!” así hablaba el descarado.
Una tormenta que inundó la ciudad había sido la segunda oportunidad de encontrarse, ahora sí, de cara con ella. Vientos con fuerza de huracanes se desataron ese día de tormenta, por horas, la lluvia caía y derrumbaba los techos, la comunidad estaba siendo arrasada por un temporal.
Ella con su bondad y misericordia acudió al pueblo para ayudar a los habitantes, los llevó al palacio y les dio abrigo, protegiéndolos de la inclemencia del huracán. Asiló a las mujeres en habitaciones destinadas a los visitantes, mientras que los hombres acometían con energía a limpiar, dirigir el agua hacia los canales construidos por los ingenieros desde hacía más de 50 años. Nunca antes habían sufrido algo similar.
Sus caminos se cruzan durante la agitación del suceso. Ella, totalmente empapada, él se detiene a milímetros de su cara y queda paralizado por su belleza, por su mirada profunda, sus ojos negros de brillo único. Se miraron por un instante sabiendo desde sus corazones que no existía la casualidad, sino la causalidad.
Con la colaboración de todos los súbditos, el ejército y la nobleza, el reino entero superó los destrozos causados por la inundación. Se llevó entonces a cabo una ceremonia de alegoría donde todos se congratulaban por estar con vida, las pérdidas humanas habían sido mínimas y las materiales siempre podían arreglarse.
Ella paseaba entre la multitud, altiva pero compartiendo una sonrisa, deseando a todos una pronta recuperación de sus pérdidas. Él, de pie sobre uno de los escalones del jardín, la observaba cuidadosamente siguiéndola con la mirada. Ella lo percibe y recuerda su fugaz y efímero encuentro siendo niños. Sin haber terminado su recorrido dirige a su admirador y le confiere más que una sonrisa; “Tú eres aquél hombre que me encontré en los pasillos del palacio, te recuerdo. También me quedé con tu mirada en mi mente; me gustaría compartir contigo algún mantra, durante las festividades de nuestro templo.”
“Yo sólo soy un humilde comerciante, su Alteza, pero si esos son sus deseos, estaré puntual a la cita el primer día del festejo», le respondió. «Yo no he dejado de soñarla cuando tuve la hermosa aparición de su belleza, a sólo un instante de tocar su cuerpo. A sólo un breve momento de su mirada, sus ojos y su calor. La angustia de no poder acercarme a usted me consume día y noche.”
Ante tales revelaciones la princesa quedó prendada de tal confesión.
Durante las festividades de la cosecha tuvieron tiempo para conversar, lo que resultó en el enamoramiento de dos personas que no podrían compartir sus vidas más que a escondidas.
A dicho encuentro siguieron varios más, todos ellos cobijados por la oscuridad de los jardines del palacio. En sus escapes, sus besos eran poemas de amor que permanecían por instantes dentro de sus almas. Los cuerpos parecían fundirse en una pasión de otros mundos.
Pero tal amor no pudo pasar desapercibido para los guardianes de la corte. A la princesa se le prohibió salir de su habitación durante dos meses y la vigilancia se redobló en torno al palacio. Fue entonces que, a través de cartas y con la complicidad de una de las más fieles sirvientes de la princesa, pudieron mantenerse en contacto.
Esa noche, decidido a su reencuentro y arriesgándolo todo, él saltó el muro del jardín al encuentro de su amor. Pero desde las alturas lo seguía un guardia, y al llegar a su destino, a los brazos de su amada, el guardia apuntó con su arco y lanzó una flecha que por azares del destino alcanzó el cuerpo de la princesa, quien murió al instante.
Él fue tomado prisionero y acusado de ser el causante de la muerte de la princesa. El rey con su tristeza y amargura decidió degollarlo días después.
Él, sin haber amado, sin haber vivido lo suficiente para cumplir con sus sueños. Ella, sin poder depositar en el hombre que amaba su enorme cariño.
«Ahora el volver a ti me hace vibrar de emoción».
La Mirilla.
1 comentario
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